15 de diciembre de 2007
The (unfinished) Story
Han sido diez meses intensos, hermosos, llenos de experiencias. Este es apenas el inicio de una historia que no termina. A mis amigos, a mi nueva familia, a esta tierra larga y angosta que abraza al Cono Sur... ¡GRACIAS!
27 de noviembre de 2007
Último día de taller...
Con la esperanza de que este no sea nuestro último encuentro, he aquí una muestra del cariño que nos une. Los quiero, amiguis.
23 de septiembre de 2007
17 de septiembre de 2007
13 de septiembre de 2007
El Asuntito
(Crónica entregada en el taller de El Mercurio)
José Antonio, Fulgencio, Luz Selenia, Rosalina, Isabel, Margarita, Mónica, Luisa, María y Pedro. Eran diez, aunque en la casa sólo quedaban ocho. Nueve bocas, incluyendo la suya. Y ella sola. Sola porque a Quiterio, su esposo, le llegó el momento de “embarcarse” a Nueva York, como muchos otros puertorriqueños habían hecho durante el período más grande de emigración a la Gran Manzana.
"La tierra es sagrá, la tierra no se abandona".
Doña Gabriela, personaje de La Carreta; René Marqués

1962. Él se fue y ella tiene que “echar la familia pa’lante” hasta que su marido regrese. Con las nueve bocas en mente y la experiencia de haber sido comerciante cuando tenían la tiendita de víveres de la familia, ella vuelve a vender pitorro. Ese líquido ilegal será nuevamente su salvación. Esa mezcla, producto de la fermentación del melao y el azúcar negra, por la que Quiterio estuvo preso en julio de 1938, cuando tenía 25 años. En aquel entonces, lo sentenciaron a cumplir 60 días por la venta ilegal de la savia ardiente que el gobierno prohibía porque no pagaba impuestos.
Ahora es distinto. A pesar de la siembra de verduras en el cerro con la que prepara almuerzo todos los días, los $15.00 que le manda Quiterio desde Nueva York y otros $15.00 que recibe de la hija mayor –quien trabaja en un hotel en la capital–, ella necesita más. No le alcanza para llenar tanta boca y para llevar una casa. Su casa.
Ni corta ni perezosa empieza a comprarle galones de ron caña a Don Alejo. El viejo los vende a $2.50 y se los manda con Cote.
“¡Marcio!”, se escucha desde las penumbras del campo a eso de las ocho de la noche. Hay olor a tierra, a humedad. Sólo se ven luciérnagas revoloteando por el aire. La voz que irrumpe con tanto misterio es la de Cote, el enviado de Don Alejo. Le trae dos galones que ella dividirá en pequeñas botellitas. Le trae “el asuntito”, como lo llamaba esa voz de la noche, por aquello de no despertar suspicacias de algún espía que pudiera ocultarse entre la maleza. Ella le paga y al otro día, o si hay luna llena ese mismo día, irán “las muchachas” a esconder los frascos entre las piedras del río o en algún escondrijo del monte. Todo se hace de noche, porque ella sabe que los detectives no paran de trabajar y aprovechan cualquier momento para sorprenderla. Como la vez en que tocaron a la puerta y tuvo que sacrificar una botella lanzándola dentro de la olla hirviendo con verduras para que no descubrieran su negocio.
De vez en cuando llegan cartas de Nueva York. Quiterio dice que ya no trabaja recogiendo tomates. Ahora se mudó con su hermana Tinita y trabaja en una fábrica. Dentro del sobre, los $15.00 del mes. Con ese dinero, ella hace la compra. Arroz, habichuelas y pasta. Lo necesario para alimentar a las nueve bocas. El resto, lo da la tierra, pero aún así hace falta el dinero que deja el ron cañita.
No le molesta el qué dirán. Le da lo miso ser la única mujer en el barrio que vende pitorro. Es más, hasta lo considera ventajoso. Así no tiene competencia. De lo que sí se cuida es de los detectives. Y para cuidarse de ellos, se protege de todos los demás. Cualquiera podría delatarla. Pero como tiene clientes fieles, confía en que no pasará. Se protege para que nunca suceda que tengan que buscar a sus hijas a la escuela para decirles: “Bajaron a su mamá presa al pueblo por vender pitorro”. No se lo perdonaría. Al fin y al cabo, ella es lo único que tienen. Y ellas, lo único que ella tiene.
Es grave que falte una botella, o peor aún, que alguien por error se deshaga de ella. Como la vez en que María y Luisa, las menores, rompieron un galón que estaba oculto bajo la cama al lanzar con rabia la escupidera que les había tocado lavar en el río. El tipo de cosas que no debían suceder en una casa donde la comida depende de la venta de esas botellitas a 25 centavos. Para ella, vender pitorro, pitrinche, ron caña, es la única forma de salvarse y, de paso, salvar a los suyos.
Ahora es distinto. A pesar de la siembra de verduras en el cerro con la que prepara almuerzo todos los días, los $15.00 que le manda Quiterio desde Nueva York y otros $15.00 que recibe de la hija mayor –quien trabaja en un hotel en la capital–, ella necesita más. No le alcanza para llenar tanta boca y para llevar una casa. Su casa.
Ni corta ni perezosa empieza a comprarle galones de ron caña a Don Alejo. El viejo los vende a $2.50 y se los manda con Cote.
“¡Marcio!”, se escucha desde las penumbras del campo a eso de las ocho de la noche. Hay olor a tierra, a humedad. Sólo se ven luciérnagas revoloteando por el aire. La voz que irrumpe con tanto misterio es la de Cote, el enviado de Don Alejo. Le trae dos galones que ella dividirá en pequeñas botellitas. Le trae “el asuntito”, como lo llamaba esa voz de la noche, por aquello de no despertar suspicacias de algún espía que pudiera ocultarse entre la maleza. Ella le paga y al otro día, o si hay luna llena ese mismo día, irán “las muchachas” a esconder los frascos entre las piedras del río o en algún escondrijo del monte. Todo se hace de noche, porque ella sabe que los detectives no paran de trabajar y aprovechan cualquier momento para sorprenderla. Como la vez en que tocaron a la puerta y tuvo que sacrificar una botella lanzándola dentro de la olla hirviendo con verduras para que no descubrieran su negocio.

De vez en cuando llegan cartas de Nueva York. Quiterio dice que ya no trabaja recogiendo tomates. Ahora se mudó con su hermana Tinita y trabaja en una fábrica. Dentro del sobre, los $15.00 del mes. Con ese dinero, ella hace la compra. Arroz, habichuelas y pasta. Lo necesario para alimentar a las nueve bocas. El resto, lo da la tierra, pero aún así hace falta el dinero que deja el ron cañita.
No le molesta el qué dirán. Le da lo miso ser la única mujer en el barrio que vende pitorro. Es más, hasta lo considera ventajoso. Así no tiene competencia. De lo que sí se cuida es de los detectives. Y para cuidarse de ellos, se protege de todos los demás. Cualquiera podría delatarla. Pero como tiene clientes fieles, confía en que no pasará. Se protege para que nunca suceda que tengan que buscar a sus hijas a la escuela para decirles: “Bajaron a su mamá presa al pueblo por vender pitorro”. No se lo perdonaría. Al fin y al cabo, ella es lo único que tienen. Y ellas, lo único que ella tiene.
Es grave que falte una botella, o peor aún, que alguien por error se deshaga de ella. Como la vez en que María y Luisa, las menores, rompieron un galón que estaba oculto bajo la cama al lanzar con rabia la escupidera que les había tocado lavar en el río. El tipo de cosas que no debían suceder en una casa donde la comida depende de la venta de esas botellitas a 25 centavos. Para ella, vender pitorro, pitrinche, ron caña, es la única forma de salvarse y, de paso, salvar a los suyos.
Es 1967. Hace semanas que siente que alguien la vigila. Le han dicho que los detectives están cerca. Muy cerca. Tanto, que al final ella opta por abandonar el negocio. Total, en un tiempo más volverá la normalidad a la casa. En cuestión de meses, él volverá radiante, cambiado y juntos abrirán otra vez el “Colmado-Bar León”. Frente a la calle –una de las pocas pavimentadas durante esos años– volverá el espíritu de la tienda. En el banco gris retomarán el trono los cinco borrachitos ilustres del barrio. Y ella habrá cumplido su misión: no sólo echar pa’lante a los suyos, sino también evadir a los detectives y haberse convertido en una de las pocas mujeres que, al quedar solas en casa, no se echaron a llorar por el marido ausente. Porque no tiene alma de mártir. Porque, como la Abuela de Casona en Los Árboles Mueren de Pie, se dijo: “Que no me vean caída. Muerta por dentro, pero de pie como un árbol”. Como el que, a orillas del río, resguarda las últimas botellitas de pitorro que quedaron.

29 de agosto de 2007
22 de agosto de 2007
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