Pero todo eso había quedado millas atrás. Ya en el avión, dormí durante seis horas. Entonces, divisé las nubes y de entre ellas vi salir -cual ballenas que emergen a respirar- montones de montañas. Era inminente que en cuestión de minutos llegaríamos a Santiago.
Me tomo una pausa para dirigirme a esta ciudad que pronto llamaré hogar:
-Oye, Santiago, que llegar a ti no ha sido fácil.
¿Será que tampoco lo va a ser abandonarte?-
Retomo... el asunto es que nos pensaba entre las nubes cuando de pronto, las ruedas chocaron con el suelo. La neblina escondía la tierra y no nos dejó observar el descenso. De inmediato, a firmar papeles, declarar bajo juramento, escuchar instrucciones. Después, a buscar las maletas que por voluntariosas llegaron a Chile antes que yo.
Gente, gente y más gente. Y entre todas, apareció ella. Con una gran sonrisa y los brazos prestos a cubrirme, se abrió paso entre los presentes. Rebeca, mujer baja, de mirada profunda y voz serena, y quien habrá de prestarme cuatro paredes para pernoctar.
A la salida del aeropuerto, todo empezaba a cambiar. Para mi sorpresa, me saludaban grandes edificios, centenares de carros... una metrópolis sudamericana. Un nuevo lugar al que llamar "casa".
Ya son las 4:00 p.m. o como se dice acá, las 16:00 horas. Por mi ventana se huele un cielo azul, se escucha un viento suave, se mira el sonido de un taladro a lo lejos. Por lo demás, todo es silencio. Hay una cama pequeña y cómoda, cubierta de verde limón. Una "bola del mundo" me observa con su cabeza inclinada como extrañada por mi presencia. Las cortinas color barro parecen evocar las faldas de Loíza Aldea. Al abrir la puerta, un móvil que se asemeja a una aguaviva, hace colgar espirales que reciben al que entra. Y así me siento ahora, como bajando de un espiral que sólo será el presagio de mis días en Santiago.
