27 de febrero de 2007

Espirales...

Miraba por la ventana y sólo veía nubes. Claro, solamente podía ver cuando la niña que iba junto al cristal, alzaba el plástico que lo cubre. Se me hacía difícil creer que seis horas antes estaba carcomiéndome por dentro de sólo imaginar que tendría que pasar un día más en Miami gracias a otro diligente error de American Airlines.

Pero todo eso había quedado millas atrás. Ya en el avión, dormí durante seis horas. Entonces, divisé las nubes y de entre ellas vi salir -cual ballenas que emergen a respirar- montones de montañas. Era inminente que en cuestión de minutos llegaríamos a Santiago.

Me tomo una pausa para dirigirme a esta ciudad que pronto llamaré hogar:

-Oye, Santiago, que llegar a ti no ha sido fácil.


¿Será que tampoco lo va a ser abandonarte?-

Retomo... el asunto es que nos pensaba entre las nubes cuando de pronto, las ruedas chocaron con el suelo. La neblina escondía la tierra y no nos dejó observar el descenso. De inmediato, a firmar papeles, declarar bajo juramento, escuchar instrucciones. Después, a buscar las maletas que por voluntariosas llegaron a Chile antes que yo.

Gente, gente y más gente. Y entre todas, apareció ella. Con una gran sonrisa y los brazos prestos a cubrirme, se abrió paso entre los presentes. Rebeca, mujer baja, de mirada profunda y voz serena, y quien habrá de prestarme cuatro paredes para pernoctar.

A la salida del aeropuerto, todo empezaba a cambiar. Para mi sorpresa, me saludaban grandes edificios, centenares de carros... una metrópolis sudamericana. Un nuevo lugar al que llamar "casa".

Ya son las 4:00 p.m. o como se dice acá, las 16:00 horas. Por mi ventana se huele un cielo azul, se escucha un viento suave, se mira el sonido de un taladro a lo lejos. Por lo demás, todo es silencio. Hay una cama pequeña y cómoda, cubierta de verde limón. Una "bola del mundo" me observa con su cabeza inclinada como extrañada por mi presencia. Las cortinas color barro parecen evocar las faldas de Loíza Aldea. Al abrir la puerta, un móvil que se asemeja a una aguaviva, hace colgar espirales que reciben al que entra. Y así me siento ahora, como bajando de un espiral que sólo será el presagio de mis días en Santiago.

26 de febrero de 2007

Aventura hacia Santiago...


¿Querías aventura? Ahí la tienes. En plena tarde boricua y mientras el nudo de mi estómago jugaba con la hernia que me diagnosticaron en el esófago, escuché lo que sería el preludio de un largo viaje... más de lo que me había propuesto. El avión hacia Miami se había retrasado -una vez más- y ahora partiría a las 7:15 p.m. Como es mi costumbre y antes de desesperar, me hice a la idea de que perdería mi conexión a Santiago. Me consolaba el hecho de que la aerolínea tendría que resolver por los inconvenientes que ellos causaron.

Fueron dos horas con veinticinco minutos en el aire. Allá arriba -a 33,000 pies de altura, según el piloto- miré la película "The Queen", mientras a varios cientos de millas, su protagonista recibía un Oscar por representar a la reina ingelsa. Tamaña actuación en una película donde no pasa nada. Lo mismo me repetía yo cada cierto tiempo: "No pasa nada. Si el avión se fue, te ubicarán en otro vuelo, sino te darán comida, transportación y hotel".

Para mi sorpresa, fue la última. Esto, porque en la infinita fila donde esperábamos los miserables que perdimos nuestros vuelos, habían diez personas más cuyo destino también era Santiago. Así, el grupo, compuesto por cuatro adultos y seis adolescentes que parecían sacados de la película de terror "Children of the Corn", ocuparon los espacios disponibles en el vuelo de las 11:00 p.m. Con este panorama tan alentador para alguien como yo, que olvidó llevar comida en el equipaje de mano, razón que provocó que sus tripas le hicieran la competencia a la Sinfónica de Londres, me topé. Acto seguido, y luego de una hora de espera, me entregaron boletos para transportación, comida, estadía en un hotel y me ubicaron en el vuelo del día siguiente a las 11:00 p.m.

Ahora estoy aquí -con la misma camisa de ayer- en un hotel cuatro estrellas, a la espera de esa hora en que pueda por fin partir hacia Santiago. Pero que quede claro, si esto es aventurarse solo, que venga el resto. Tengo las botas puestas.