15 de diciembre de 2007

The (unfinished) Story


Han sido diez meses intensos, hermosos, llenos de experiencias. Este es apenas el inicio de una historia que no termina. A mis amigos, a mi nueva familia, a esta tierra larga y angosta que abraza al Cono Sur... ¡GRACIAS!

27 de noviembre de 2007

Último día de taller...



Con la esperanza de que este no sea nuestro último encuentro, he aquí una muestra del cariño que nos une. Los quiero, amiguis.

23 de septiembre de 2007

Tarde del viernes con Pancho Mouat...


Esta fue nuestra última sesión con uno de los mejores profes que nos ha tocado en el Magíster.

17 de septiembre de 2007

¡Viva Chile!

Así celebré las Fiestas Patrias. Y eso fue sólo el comienzo.

13 de septiembre de 2007

El Asuntito

(Crónica entregada en el taller de El Mercurio)

"La tierra es sagrá, la tierra no se abandona".
Doña Gabriela, personaje de La Carreta; René Marqués

José Antonio, Fulgencio, Luz Selenia, Rosalina, Isabel, Margarita, Mónica, Luisa, María y Pedro. Eran diez, aunque en la casa sólo quedaban ocho. Nueve bocas, incluyendo la suya. Y ella sola. Sola porque a Quiterio, su esposo, le llegó el momento de “embarcarse” a Nueva York, como muchos otros puertorriqueños habían hecho durante el período más grande de emigración a la Gran Manzana.
1962. Él se fue y ella tiene que “echar la familia pa’lante” hasta que su marido regrese. Con las nueve bocas en mente y la experiencia de haber sido comerciante cuando tenían la tiendita de víveres de la familia, ella vuelve a vender pitorro. Ese líquido ilegal será nuevamente su salvación. Esa mezcla, producto de la fermentación del melao y el azúcar negra, por la que Quiterio estuvo preso en julio de 1938, cuando tenía 25 años. En aquel entonces, lo sentenciaron a cumplir 60 días por la venta ilegal de la savia ardiente que el gobierno prohibía porque no pagaba impuestos.
Ahora es distinto. A pesar de la siembra de verduras en el cerro con la que prepara almuerzo todos los días, los $15.00 que le manda Quiterio desde Nueva York y otros $15.00 que recibe de la hija mayor –quien trabaja en un hotel en la capital–, ella necesita más. No le alcanza para llenar tanta boca y para llevar una casa. Su casa.
Ni corta ni perezosa empieza a comprarle galones de ron caña a Don Alejo. El viejo los vende a $2.50 y se los manda con Cote.
“¡Marcio!”, se escucha desde las penumbras del campo a eso de las ocho de la noche. Hay olor a tierra, a humedad. Sólo se ven luciérnagas revoloteando por el aire. La voz que irrumpe con tanto misterio es la de Cote, el enviado de Don Alejo. Le trae dos galones que ella dividirá en pequeñas botellitas. Le trae “el asuntito”, como lo llamaba esa voz de la noche, por aquello de no despertar suspicacias de algún espía que pudiera ocultarse entre la maleza. Ella le paga y al otro día, o si hay luna llena ese mismo día, irán “las muchachas” a esconder los frascos entre las piedras del río o en algún escondrijo del monte. Todo se hace de noche, porque ella sabe que los detectives no paran de trabajar y aprovechan cualquier momento para sorprenderla. Como la vez en que tocaron a la puerta y tuvo que sacrificar una botella lanzándola dentro de la olla hirviendo con verduras para que no descubrieran su negocio.
De vez en cuando llegan cartas de Nueva York. Quiterio dice que ya no trabaja recogiendo tomates. Ahora se mudó con su hermana Tinita y trabaja en una fábrica. Dentro del sobre, los $15.00 del mes. Con ese dinero, ella hace la compra. Arroz, habichuelas y pasta. Lo necesario para alimentar a las nueve bocas. El resto, lo da la tierra, pero aún así hace falta el dinero que deja el ron cañita.
No le molesta el qué dirán. Le da lo miso ser la única mujer en el barrio que vende pitorro. Es más, hasta lo considera ventajoso. Así no tiene competencia. De lo que sí se cuida es de los detectives. Y para cuidarse de ellos, se protege de todos los demás. Cualquiera podría delatarla. Pero como tiene clientes fieles, confía en que no pasará. Se protege para que nunca suceda que tengan que buscar a sus hijas a la escuela para decirles: “Bajaron a su mamá presa al pueblo por vender pitorro”. No se lo perdonaría. Al fin y al cabo, ella es lo único que tienen. Y ellas, lo único que ella tiene.
Es grave que falte una botella, o peor aún, que alguien por error se deshaga de ella. Como la vez en que María y Luisa, las menores, rompieron un galón que estaba oculto bajo la cama al lanzar con rabia la escupidera que les había tocado lavar en el río. El tipo de cosas que no debían suceder en una casa donde la comida depende de la venta de esas botellitas a 25 centavos. Para ella, vender pitorro, pitrinche, ron caña, es la única forma de salvarse y, de paso, salvar a los suyos.
Es 1967. Hace semanas que siente que alguien la vigila. Le han dicho que los detectives están cerca. Muy cerca. Tanto, que al final ella opta por abandonar el negocio. Total, en un tiempo más volverá la normalidad a la casa. En cuestión de meses, él volverá radiante, cambiado y juntos abrirán otra vez el “Colmado-Bar León”. Frente a la calle –una de las pocas pavimentadas durante esos años– volverá el espíritu de la tienda. En el banco gris retomarán el trono los cinco borrachitos ilustres del barrio. Y ella habrá cumplido su misión: no sólo echar pa’lante a los suyos, sino también evadir a los detectives y haberse convertido en una de las pocas mujeres que, al quedar solas en casa, no se echaron a llorar por el marido ausente. Porque no tiene alma de mártir. Porque, como la Abuela de Casona en Los Árboles Mueren de Pie, se dijo: “Que no me vean caída. Muerta por dentro, pero de pie como un árbol”. Como el que, a orillas del río, resguarda las últimas botellitas de pitorro que quedaron.

29 de agosto de 2007

Álbum...


"El álbum de mi cabeza, sólo con fotos tuyas se llena..."
-Aterciopelados

21 de agosto de 2007

Fiesta del cojín...





He aquí la noche en que mis compañeros conocieron mi apartamento. La bautizada: "Fiesta del Cojín"...

13 de agosto de 2007

Todo blanco...





Esta vez sí lo vi todo blanco... Descubrí que no hay que subir a la montaña para tocar la nieve, así como tampoco hay que ir al Norte para cumplir los sueños.

3 de agosto de 2007

Adivinen quién es...

Efectivamente, soy yo. Esta foto la tomó mi maestra de Inglés de 6to. grado, Mrs. Welmers, el último día de clases de ese año. Sería para el año 1996. ¡Cómo ha llovido!

28 de julio de 2007

Isla Negra...

Hasta que al fin pude recorrer el rincón favorito de Pablo. Respiré el olor a mar que lo acompañó en su escritura, me tragué la luz del sol reflejado en el mar de Isla Negra y fui feliz.

Buenos Aires... segunda parte

Buenos Aires querido...primera parte

Al otro lado de la cordillera no hay contaminación, no hay cielos marrones... sólo Buenos Aires. Es como tener una versión latina de Nueva York: con el bullicio, la calle de los teatros, la diversidad cultural, la bohemia, la buena comida, las noches sin fin...

17 de julio de 2007

Día cultural



Tras un arduo semestre, aproveché para conocer el Cementerio General de Recoleta, lugar donde están enterrados muchos peesonajes importantes de la historia chilena. Entre ellos, están los presidentes de la República, incluido Salvador Allende Gossens, muerto el 11 de septiembre de 1973 en el Palacio de La Moneda. La salida coincidió con el día en que el equipo de fútbol sub 20 de Chile derrotó a Nigeria y asó a la semifinal del Mundial de Fútbol Sub 20 celebrado en Canadá. El triunfo dio pie a la celebración en la Plaza Italia.

A mal tiempo...



...buena cara y estas son las nuestras en el Magister.

15 de junio de 2007

Blanco...


Desperté envuelto entre mil sábanas y ya no se escuchaban gotas caer en la ventana. Paró de llover, salió el sol y mi mente rápido pensó en cómo se vería la cordillera. No hay más que una palabra: blanco...


27 de abril de 2007

Nuevo hogar, nuevas esperanzas...

Con nueva morada -aunque sólo por un tiempo- enfrento la otra cara de Santiago, mi nueva patria...

8 de abril de 2007

Valpo en el Corazón...



Una mochila: cepillo de dientes, tres camisas, dos pantalones, medias, un par de tennis, cuatro pares de calzoncillos... Llegar al terminal de buses y esperar. Era una mañana algo fría para lo que estaba acostumbrado. Mi imagen con mochilla en la espalda no era para nada rara en aquel lugar. Allí, el que más o el que menos, tenía su mochila al hombro. Unas eran como la mía, modestas pero con su barriga cual embarazada de nueve meses; otras, como torres gigantes cubrían tanto las espaldas que no dejaban ver a quien las llevaba. Si se miraban de espaldas, parecían mochilas con piernas. Yo no sé cuál era el destino de la demás gente, pero el mío era Valparaíso. Tenía sueño y hambre -pero no de esa que hace sonar las tripas, sino de la que anhela con llegar. Quería respirar el mar.

14:15 horas (2:15 p.m.), ya estaba dentro de la Tur-Bus. Salimos del terminal, uno que otro tapón en las carreteras y cuando menos lo esperaba, el bullicio de Santiago se quedó atrás. Tras el túnel, las montañas taparon mi nueva ciudad. Dejaron a la vista otro camino.

Dos horas después, estaba en Valparaíso. Otro mundo, otra dimensión en este país que apenas comienzo a conocer. De inmediato me enamoraron sus calles y su olor a mar me envolvió. (Ahora escribo y siento como si navegara... el suelo se mueve con un vaivén delicioso de olas). Allí las calles son antiguas. De todas las esquinas brota un aire de ayer, de ciudad señora, de un puerto que ha visto y ha vivido. En ese mar -mi primer encuentro con el Pacífico- se libraron batallas, se definió este país. Ese mismo océano me recargó el cuerpo, me inyectó ganas y vida. Subí y bajé por sus calles angostas -todas con vista a la costa- tantas veces que ya ni las recuerdo. Mis pasos se confundieron con los porteños; ya era uno más. Mi amor con Valpo no fue como el de Santiago: lento, pícaro, excitante. Nuestro amor fue sutil, elegante, salado e inmediato.

En Valpo no reinan los perros, como los santiaguinos expertos en cruzar avenidas. En ese puerto gobiernan los gatos. Se pasean como uno más, observan a los turistas. ¿Qué habrán pensado de este jíbaro de San Juan, cuya única relación marina ha sido con el Atlántico caliente de Puerto Rico?

Valparaíso tiene un hermano: Viña del Mar. Se arropan con la misma sábana del Pacífico. Están a minutos de distancia y como todo par de hermanos, viven juntos pero son muy distintos. Valpo es historia, elegancia, antigüedad. Viña es modernidad, glamour, coquetería. Tiene edificios lujosos. Por sus calles se pasean muchos autos, aunque no con la prisa que tiene Santiago. Al entrar, el reloj de flores te confirma que a esa hora vas a conocer Viña, te vas a meter en sus entrañas.

Era sábado, caía la tarde y me esperaba un lugar: La Sebastiana. Empezaba a cumplirse mi sueño de visitar las casas de Neruda. Y todo comenzó en Valparaíso. Entré por su estómago, donde se escucha mejor su respiración. (Sí, porque esa casa respira). Montones de escaleras te sumergen en el mundo marino de Don Pablo. Me miré en sus espejos, me asomé por sus ventanas, toqué sus paredes... ¿Estaba soñando? Allí estaba su sillón, el que apodaba La Nube, con su mesita para apoyar los pies y para escribir. Tenía las manchas verdes de su tinta. Era su casa, todavía lo es, aunque la comparta con los brasileños, mexicanos, colombianos, españoles, boricuas y chilenos que esa tarde husmeamos entre sus corredores. Ya recorrí una, me faltan dos por explorar.... Ya habrá tiempo.

Aquí termino,
es esta oda,
Valparaíso, tan pequeña
como una camiseta
desvalida,
colgando en tus ventanas harapientas
meciéndose
en el viento
del océano,
impregnándose
de todos
los dolores
de tu suelo,
recibiendo
el rocío
de los mares, el beso
del ancho mar colérico
que con toda su fuerza
golpeándose en tu piedra
no pudo derribarte,
porque en tu pecho austral
están tatuadas
la lucha,
la esperanza,
la solidaridad
y la alegría
como anclas que resisten
las olas de la tierra.
(P. Neruda; "Oda a Valparaíso")

Tiempo, como el que se acabó en la mañana del domingo. Pero ya había respirado mar, me había tragado su brisa, había dejado mis pies en sus calles, había escuchado su gente hablar duro, había saludado a sus pobladores, había probado su comida, caminado por sus mercados. Era momento de decirle "hasta luego" a Valpo. Nunca adiós, porque sé que volveremos a encontrarnos, para descender en sus ascensores, para probar sus delicias de mar, para volver a llenarme de la vida que transmiten sus calles.

16:00 horas... Santiago me acoge de nuevo entre sus brazos hiperactivos, entre sus venas de tinta ciudad...

18 de marzo de 2007

Miradita al Taller...

Las chicas del Magíster...

Aquí con todas las chicas del Magíster en la que será nuestra nueva casa en El Mercurio. Para algunos, será como una casa-estudio, porque acabamos de bautizar el programa como "Magíster-Estudio", nuestro propio reality show. Ja, ja, ja...

De izquierda a derecha: Andrea, Ana Francisca (Guari), Catalina (Cata), Yo, Constanza (Coni), Desirée (Desi) y Rossana. [Faltan Macarena y Ana, que se habían ido ya]

13 de marzo de 2007

Martes coquí, nunca negro...

Microsoft tiene sus martes negros -expresión racista que detesto, pero cuya raíz comienzo a comprender- el segundo de cada mes. Se trata del momento en que la compañía tecnológica publica sus parches de seguridad, lo que hace más vulnerable el sistema a la entrada de virus. De igual forma, se le llamó al martes siguiente al 11 de septiembre de 2001, instancia en que las bolsas de valores mundiales experimentaron una baja drástica en sus números.

Este martes 13 -¿casualidad, causalidad o coincidencia?- pasará a la historia como el "Martes coquí del Magíster en Periodismo". No porque haya metido las patas en nada. Mucho menos, tuve un momento coquí. Lo que se transformó en un Eleutherodactylus portoricensis, fueron las dos clases que me tocó tomar hoy. Son, como diría mi adorada Tere, un cable. La primera, básicamente nos enseña cómo se miden las audiencias de los distintos medios de comunicación. Nada muy difícil, pensarán algunos. Pero con un profesor que habla 384 palabras por segundo y que nos exigirá una página de análisis de un artículo investigativo semanal -no sin antes mencionar la monografía y los dos trabajos grupales- es obvio que no será fácil de tragar. Para colmo, se le olvidó que a las 10 tenemos receso para el café y nos mantuvo al borde de la desesperación durante media hora más. A la salida concordamos todos en que fue la media hora más larga de la historia. Se terminó la clase, almorzamos y de vuelta al salón...

Esta vez, fue peor. "Metodología aplicada en Comunicación"... con semejante título, no le quedan ganas a uno de otra cosa que de irse a tomar una siesta. Pero casi eso tuvimos que hacer ante una perorata de términos científicos, procedimientos y metodologías investigativas que no tienen más intención que exigirnos otro trabajo para entregar. Se trata de un proyecto de investigación completo, original y que habremos de entregar en mes y medio. O sea, que aquellos días en que Santiago Pintor -mi profesor de investigación en COPU, que tenía aspecto bonachón y sonrisa de Barney- nos daba un semestre entero para investigar, quedaron bieeeeeen atrás. Ahora, sólo números y números... ahora, sólo trabajo intenso de ratón de biblioteca... ahora, sólo un martes que no fue negro -si lo hubiera sido, seguramente lo habría gozado más- pero que vino con la certeza de que ese día de la semana no ha de ser mi favorito. Menos mal que sólo hay un martes semanal...

-coquí = el vacío estructural que representa un objeto, comentario, suceso o persona cuando no guarda relación con el tema o ambiente que se está tratando. (Arroyo, A. & Toro, A. 2006)

12 de marzo de 2007

Universo...

Abro un ojo, luego otro y ¡zas!, me percato de que era de día. A juzgar por el maltratado celular que yacía en el suelo, intenté obviar la alarma y me tomé un tiempo adicional de sueño de más o menos una hora. Salté como un resorte de la cama y en menos de treinta minutos estaba listo frente a la puerta. Agradecí no ser paciente cardíaco, porque de serlo seguramente habría muerto, y partí en la camioneta del Rene hacia mi primer encuentro con el salón de clases chileno. Iba todo el camino maquinando cómo sería, cómo me saludaría ese aula a mi llegada. Y de tanto imaginarlo, llegó.

Para variar, las puertas de la facultad aún no abrían... Otra vez me adelanté. Pero, sin perder la paciencia, esperé pacientemente en aquella sala. De pronto, empezaron a llegar caras que por ahora no son conocidas, pero que en poco tiempo lo serán. Entramos a las 8:30 en punto. Atrás quedó el "horario puertorriqueño". Somos catorce personas, un grupo que según concuerdan todos los profesores, se caracteriza por la diversidad. Una ecuatoriana, un peruano, once chilenos (entre los que destaca un sexagenario brillante y hambriento de aprender) y un boricua conformamos la plantilla que espera aprobar este Magíster "intenso" -como nos recordaron en veinte ocasiones los distintos docentes.

Al escuchar el acento de mi primera profesora, recordé cómo al salir de escuela superior me dije que quería estudiar en España. Bien, pues a estas alturas no llego a la Madre Patria, pero alguito de ella llegó hasta mí. Esta española -de Barcelona, para ser preciso- se convirtió en la primera cara que se asoma detrás de la maranta que aparenta ser la Escuela de Periodismo de la UC. Casi tres horas se nos fueron teorizando sobre la comunicación, conversando sobre el nuevo periodismo y sentando las primeras bases de lo que habrá de ser este curso "intenso". (Otra vez me acecha la palabra con "i").

Entonces, llegó la hora libre... o debo decir, las tres horas y media. En ese tiempo, se supone, debemos leer, conocernos, conversar, estudiar. Mi estómago boricua -que todavía no se acostumbra demasiado a las costumbres culinarias del Sur- interpretó la libertad como la oportunidad precisa para ir a comer. Como nadie más almorzaría a esa hora, y como estábamos todos con cara de niño que dejan el primer día en Kinder -solo nos faltaba el lagrimón- me fui en el Metro. Me monté en esa caja metálica que poco a poco empiezo a amar y llegué hasta el área de los Paseos. Como ya comenté alguna vez, es algo parecido al Paseo De Diego, pero glorificado. (Imagino que así habrá sido en su momento, mucho antes del Tren Urbano, de la explosión de Humberto Vidal y del nacimiento del murciélago -o sea, Santini. Pero ese es tema para otro blog). Caminé hasta que mis tripas empezaron a guiarme hasta un lugar, cuya decoración me recordaba al circo. Muchos colores vivos, mucha música... en fin, que es un negocio de helados. Allí me senté por fin y ordené un plato de pechuga a la plancha con arroz, ensalada de lechuga, tomate, choclo (maíz), palta (aguacate) y cual si estuviéramos en Madrid... un huevo duro al que obviamente no hice mucho caso. Era una mesa de dos sillas, para dos personas. Desde donde estaba ubicado, parecía que la pantalla de uno de los televisores estuviera ahí acompañándome a la mesa... ocupando ese otro lugar. Menudos invitados me acompañaron al almuerzo. Hoy he almorzado con Madonna y Ricky Martin. La diosa del pop y mi compatriota -que ya hizo vibrar al Monstruo en la Quinta Vergara- fueron testigos del matrimonio entre mis tripas sinfónicas y aquel plato exquisito (y nutritivo, ¿eh, Alana?) Me atraqué la comida al son de Ricky, Tommy Torres y La Mari, tomé mis bártulos y partí de regreso a la universidad.

Otra vez, como ya casi es costumbre, llegué demasiado temprano... pero da igual, así me di tiempo de encontrar un espacio mío en la facultad. Siempre me ha gustado hallar un lugar donde estar solo... en la iupi tuve varios: la biblioteca de Humanidades, la Rotonda, los árboles de la entrada principal, etcétera, etcétera, etcétera... En la UC, es el salón de alumnos de Comunicación. No encontré mejor sitio para estar traqnuilo que ese espacio con cuatro mesas, seis televisores -cada uno sintonizado en un canal distinto- y una luz natural espectacular que se cuela desde arriba. Ahí estaba mi sitio... lo reconocí, me reconoció, fue mejor que un encuentro familiar en el show de Marcano. Sus sillas me acogieron por una hora más, mientras me devoraba El Mercurio en un intento por comprender lo más posible este país que ahora llamo "casa".

Cuando dieron las 3, nos movimos a otro salón. En lugar de una mesa gigante y cuadrada, allí lo que hay son computadoras. Modernas, negras, igualmente cuadradas. Antes de entrar, y tras ojear el prontuario de este curso, pensé que sería una clase aburridísima. Como suele ocurrirme, la primera impresión acabó por abofetearme y hacemre cambiar de opinión. Es un encuentro ameno, divertido y sobre todo lleno de elementos que no necesariamente son periodísticos. El concepto del curso es enseñarnos a contar historias. Lo imparten cuatro profesores distintos y el primero -que por mi madre que es el gemelo perdido de Roberto Benigni- centró toda nuestra atención en cómo se cuenta bien una historia. Fuimos desde Freud, hasta Roland Barthes... culminamos con un autor catalán de nombre Quim Monzó, que al parecer se colocará entre mis favoritos en la zona pantanosa de la cuentística. Pero, según el profe, cuyo gemelo aparece aquí al lado, nosotros habremos de salir de allí con la misma capacidad para contar bien un relato... con las destrezas para llamar la atención de quien nos lee. Espero que así sea.

Lo deseo con la misma intensidad con que anhelo aprovechar
cada milésima de segundo que dure esta experiencia. Porque ya no sólo se trata de que Santiago y yo podamos convivir, sin de que este edifico gris, con un Jesús de brazos abiertos en su cumbre, se convierta en pasaje a otro lugar. A un universo donde pueda hacer algo con lo que sé... porque, después de todo, de eso se trata... de la universalidad que hay tras esas paredes, de los mundos que habitan esa estructura, de los que viven ahí y de los que haré nacer con este nuevo desafío...

6 de marzo de 2007

3 de marzo de 2007

Sombrerito francés...


Hoy tuve una ceremonia de recibimiento... la Luna se puso un sombrerito francés para darme la bienvenida a Santiago, eclipsándose...


Gracias, "bruja vestida de lentejuelas"...

2 de marzo de 2007

Andares...

Abrí los ojos, respiré el aire frío de Santiago y comencé otro día en mi nuevo hogar. El destino no era otro que la Pontificia Universidad Católica de Chile. En ese recinto me aguarda un salón de clase, un pupitre que me devolverá la mejor vida que existe: la del estudiante.

La Casa Central de la universidad ni siquiera se acerca a la imagen mental que me hice cuando salí de San Juan -no de Collores. Está allí plantado en plena avenida principal. Mezcla de historia y modernidad, tiene sus puertas abiertas. Siempre abiertas. Adentro todo es luz. El Sol se cuela por todos los rincones como si fuera un alumno más. Al entrar, una chica me indicó el camino hacia la Facultad de Comunicaciones. "Sigues derecho, en la segunda a la izquierda y es en el edificio de ladrillo", me dijo. En efecto, el color ladrillo viste la estructura donde iré a aprender. Antes de subir, me atacó el escalofrío. Se me hizo difícil creer que estoy aquí. Pero ya no lo dudo.

Tan pronto abrí la puerta, florecieron las sonrisas. Visnja, la coordinadora, me recibió como uno más de la familia que parece conformarse entre las paredes de ladrillo. Me indicó dónde ir a pagar, para luego acompañarme a completar el proceso. Una vez allí, llené papeles, solicité el seguro médico y finalmente me entregaron la agenda y el carnet de estudiante. Entonces, ¿sí es cierto que voy a estudiar acá? Mi rostro sonriente en aquella tarjeta parecía contestarme en afirmativa.

Aunque pueda parecer poco, estas horas en la universidad fueron toda una descarga emocional. Se trata de la confirmación de que he logrado llevar a término un proceso. En dos semanas, comienzo otro.

Tras las consabidas caminatas y cambios de ruta en el Metro, llegué de nuevo a la Plaza Egaña. Desde ese punto comienza el camino laaaaaargo hacia la casa. Pero hoy, lo recorrí distinto. Nadie sabía de mi emoción, pero yo caminaba al ritmo de una música que llevo por dentro: la de la felicidad de saberme aventurero. Hoy, abrí los ojos bien. Como no había calor, pude observar todo a mi alrededor. Me saboreé el viento que chocaba con mis labios a medida que caminaba. Miré bien cómo se dibuja la Cordillera de Los Andes detrás de las casitas. Me detuve frente al parque de fútbol. Estaba vacío... del suelo arenoso parecían brotar los ecos de todos los partidos que se han jugado allí. Más adelante, vi la gente pasar, cada quien inmerso en su propio mundo. Un mundo que yo apenas voy descubriendo. Todos los días, pasito a pasito, caminando...

El ojo...








Este es el entorno que me acompaña...



1 de marzo de 2007

Abrazo a Santiago...

Santiago, pensé que a nuestro encuentro me abrazarías, pero no lo has hecho. He sido yo el que ha acariciado tus calles con mis pasos, el que se ha perdido mirando la cordillera que te guarda. Ella sí te abraza.

Tres, esos han sido los días que llevamos conociéndonos. Ya aprendí a viajar por tus venas, por esos túneles del Metro que me hacen escuchar más fuertes tus latidos.

Acá los días pasan lento. Depende del lugar, pueden ser silenciosos o muy ruidosos. Es un pueblo que madruga, ya sea por compromiso o por costumbre. Supongo que lo descubriré luego. De aquí me han impresionado los momentos en que la gente se toca. Casi no existen. Diría yo que es el Metro ese lugar donde el roce indiscreto se hace inevitable. En su interior se zarandean de un lado a otro -al ritmo de frenazos y aceleradas- desde jóvenes universitarios con mochila y iPod hasta profesionales de gabán y corbata... van señoras de casa a comprar y chicas emperifolladas a trabajar. En medio de este bullicio, un boricua, un joven que decidió cruzar el Mar Caribe, los Andes y el Pacífico para sembrarse en medio de Santiago. Y bien que lo he hecho, hasta ahora.

Me he despertado los tres días con la sensación de no saber dónde estoy. Por más raro que parezca, me fascinan esos segundos de desconcierto. Entonces, no hago más que sentir el frío entrar por la ventana y confirmo que no estoy soñando. De inmediato, abro la cortina y miro hacia afuera. Observo el techo triangular de la casa de enfrente -igual al de todas las demás-, respiro este aire juguetón que tiene la ciudad. Lo demás es bastante común: lavarse los dientes, echarse agua caliente, vestirse y bajar a preparar el desayuno. Una bendición estar en un lugar donde también saben lo que es café de verdad. Nunca como el boricua, pero mejor que el americano. Ya a las 8:00 a.m. estoy listo, leyendo en la sala y a la espera de cuál será el siguiente paso. Ni siquiera cabe preguntar, el próximo destino es el Centro. Ayer, para comprar un celular y cambiar dólares... hoy, para hacer trámites y visitar la universidad. Desde la casa, ya traigo el plano en mi cabeza donde indica todas las rutas y trasbordos que habré de hacer para llegar a los lugares. Si me pierdo -cosa que interesantemente sólo me ha ocurrido dos veces- pregunto. Hasta ahora todo mundo ha sido muy gentil en señalarme el camino. A medida que pasa el día, el fresco mañanero se desvanece. Empieza el rito de quitarse el abrigo. Claro, para mí nunca es demasiado caluroso, porque con este viaje descubrí que en efecto, el Trópico es caliente. Por la calle, la gente anda de prisa, como si tuviesen que alcanzar una meta al final del camino. Debo parecer muy extraño con mi andar pausado, observando todo. Aunque trato de disimularlo, por aquello de no parecer extranjero. Sí, ajá... Desde ayer he tenido encuentros casuales con conocidos, como Burger King, McDonald's... La mano gringa que llega a todos lados del Globo. Y digo gringo, porque así les llaman acá. GRINGO = Yankee jincho y/o colorao' que se cree dueño del mundo. Hasta ahora esa es la descripción que parecen otorgarle los chilenos.

Pero no quiero desviarme... Una vez completadas las diligencias, que acá casi siempre se hacen en la mañana, emprendo el camino de regreso. Línea 1 del Metro hasta Tobalaba, allí me cambio a la Línea 4, me bajo en Plaza Egaña y empiezo a caminar. Camino, camino, camino... es un trecho bastante largo, pero me gusta mucho. Las casas son bellas, y ayer hasta dos perros callejeros se fueron a andar conmigo. Casi siempre llego a la casa con la lengua afuera y la boca seca. Pero siempre me recibe un vaso de jugo. No se toma mucho jugo acá, prefieren las bebidas calientes, como el té o el café.

Y así han pasado tres días en Santiago... uno de absoluto descanso y dos de puro descubrimiento, de husmear entre los rieles del Metro, de aspirar un aire nuevo, de abrir ventanas y derribar paredes. En sentido figurado, claro...

27 de febrero de 2007

Espirales...

Miraba por la ventana y sólo veía nubes. Claro, solamente podía ver cuando la niña que iba junto al cristal, alzaba el plástico que lo cubre. Se me hacía difícil creer que seis horas antes estaba carcomiéndome por dentro de sólo imaginar que tendría que pasar un día más en Miami gracias a otro diligente error de American Airlines.

Pero todo eso había quedado millas atrás. Ya en el avión, dormí durante seis horas. Entonces, divisé las nubes y de entre ellas vi salir -cual ballenas que emergen a respirar- montones de montañas. Era inminente que en cuestión de minutos llegaríamos a Santiago.

Me tomo una pausa para dirigirme a esta ciudad que pronto llamaré hogar:

-Oye, Santiago, que llegar a ti no ha sido fácil.


¿Será que tampoco lo va a ser abandonarte?-

Retomo... el asunto es que nos pensaba entre las nubes cuando de pronto, las ruedas chocaron con el suelo. La neblina escondía la tierra y no nos dejó observar el descenso. De inmediato, a firmar papeles, declarar bajo juramento, escuchar instrucciones. Después, a buscar las maletas que por voluntariosas llegaron a Chile antes que yo.

Gente, gente y más gente. Y entre todas, apareció ella. Con una gran sonrisa y los brazos prestos a cubrirme, se abrió paso entre los presentes. Rebeca, mujer baja, de mirada profunda y voz serena, y quien habrá de prestarme cuatro paredes para pernoctar.

A la salida del aeropuerto, todo empezaba a cambiar. Para mi sorpresa, me saludaban grandes edificios, centenares de carros... una metrópolis sudamericana. Un nuevo lugar al que llamar "casa".

Ya son las 4:00 p.m. o como se dice acá, las 16:00 horas. Por mi ventana se huele un cielo azul, se escucha un viento suave, se mira el sonido de un taladro a lo lejos. Por lo demás, todo es silencio. Hay una cama pequeña y cómoda, cubierta de verde limón. Una "bola del mundo" me observa con su cabeza inclinada como extrañada por mi presencia. Las cortinas color barro parecen evocar las faldas de Loíza Aldea. Al abrir la puerta, un móvil que se asemeja a una aguaviva, hace colgar espirales que reciben al que entra. Y así me siento ahora, como bajando de un espiral que sólo será el presagio de mis días en Santiago.

26 de febrero de 2007

Aventura hacia Santiago...


¿Querías aventura? Ahí la tienes. En plena tarde boricua y mientras el nudo de mi estómago jugaba con la hernia que me diagnosticaron en el esófago, escuché lo que sería el preludio de un largo viaje... más de lo que me había propuesto. El avión hacia Miami se había retrasado -una vez más- y ahora partiría a las 7:15 p.m. Como es mi costumbre y antes de desesperar, me hice a la idea de que perdería mi conexión a Santiago. Me consolaba el hecho de que la aerolínea tendría que resolver por los inconvenientes que ellos causaron.

Fueron dos horas con veinticinco minutos en el aire. Allá arriba -a 33,000 pies de altura, según el piloto- miré la película "The Queen", mientras a varios cientos de millas, su protagonista recibía un Oscar por representar a la reina ingelsa. Tamaña actuación en una película donde no pasa nada. Lo mismo me repetía yo cada cierto tiempo: "No pasa nada. Si el avión se fue, te ubicarán en otro vuelo, sino te darán comida, transportación y hotel".

Para mi sorpresa, fue la última. Esto, porque en la infinita fila donde esperábamos los miserables que perdimos nuestros vuelos, habían diez personas más cuyo destino también era Santiago. Así, el grupo, compuesto por cuatro adultos y seis adolescentes que parecían sacados de la película de terror "Children of the Corn", ocuparon los espacios disponibles en el vuelo de las 11:00 p.m. Con este panorama tan alentador para alguien como yo, que olvidó llevar comida en el equipaje de mano, razón que provocó que sus tripas le hicieran la competencia a la Sinfónica de Londres, me topé. Acto seguido, y luego de una hora de espera, me entregaron boletos para transportación, comida, estadía en un hotel y me ubicaron en el vuelo del día siguiente a las 11:00 p.m.

Ahora estoy aquí -con la misma camisa de ayer- en un hotel cuatro estrellas, a la espera de esa hora en que pueda por fin partir hacia Santiago. Pero que quede claro, si esto es aventurarse solo, que venga el resto. Tengo las botas puestas.